−Un cuento de Navidad−
Orlando Name Bayona
A mi amada esposa.
A mis hijos, a mis nietos. ¡Niños por siempre!
A mis sórores y fratres en la curación y la
sanación,
de bata blanca o sotana.
A mis compañeros de la niñez y de la juventud.
Cuando las ciudades solo eran un refugio, en los
albores de la historia, algo pasó en los extramuros de una humilde aldea, algo
que cambió a la humanidad.
Aquella noche de vientos fríos, el cielo estaba pleno
de luceros y estrellas. Era el firmamento un manto bordado con boronas de luz que,
desde el abismo sideral, parecía precipitarse a la tierra.
Bel-Sar-Utsor ―también llamado Baltasar―, miraba embelesado la luna llena, que
emitía un haz de luz ambarina, muy brillante. Sus ojos querían robar un poco de
aquellos destellos selenitas. Su rostro de arrugas curtidas y rudas facciones,
contrastaban con una dulce sonrisa que expresaba placidez y asombro con el
magnífico regalo que le ofrecía ese momento nocturno. Absorto, disfrutaba de la
serena gala cósmica.
Cuando salió
de su fascinación, suspiró y giró la mirada hacia el rústico escritorio, en
donde un pabilo de llama mansa, que así se mantenía a pesar de las ráfagas de
viento, con frugalidad alimentaba de luz la habitación.
Abrió
el pergamino arcano que reposaba sobre su mesa. Presintió que al leerlo, un encantamiento
sobre él caería, pero continuó con la esperanza de que fuera un bello sortilegio
y no una mala sentencia. Había llegado a sus manos en extrañas circunstancias, solo sabía que lo había escrito
un sabio persa. Sus letras venían del mismo Zaratustra.
Y
cuando lo hizo, un delicado olor a sándalo invadió el entorno, y de la
garabateada caligrafía plasmada en la vieja y amarillenta superficie surgió una
pléyade de minúsculas luces que brillaron por un instante. Todo se iluminó,
pero fue un destello fugaz porque de inmediato en el recinto volvió a reinar la
tenue y trémula iluminación del grueso cirio fundido por la pequeña flama que
lo devoraba lentamente.
Entre parpadeos por la
precipitación emocional que invadió su corazón, leyó:
Al final del camino, el que la estrella señala, encontrarás a un
recién nacido. Su corazón tiene el fuego de Ahura Mazda ―El
Señor Sabio, Dios―. Su fulgor acrisolará los
espíritus y los liberará de todo error, de todo desvío. Él, el único predestinado, con su mano
aferrará tu dedo, te tomará para sí. Será para siempre. Nunca te soltará. Entonces,
curarás, porque su fuego estará en tu mente, y tu mano será un instrumento de
sanación. Sabrás quien es Él, porque su sonrisa augura la sabiduría divina.
El corpulento
mago de piel de ébano releyó con asombro el inapelable veredicto. Al final, sonrió
con alegría, su cuerpo se estremeció y por un instante se miró las palmas de
sus manos que brillaban por una misteriosa escarcha, que había salido de la
nada, y profusamente las impregnaba. Sus dedos temblaban esparciendo ese polvo
de estrellas, creando a su alrededor una etérea nube mágica, que se elevaba
cual voluta iridiscente.
Poseso de entusiasmo, apoyado en el alféizar de la
ventana, volvió la mirada al cielo estrellado. Allí estaba, lo escrito se empezaba
a cumplir, el momento había llegado y había que iniciar el viaje. Lo supo
cuando un fulgurante rayo argento cruzó la bóveda celeste, como rayando la oscura
pizarra del nocturno firmamento. Un cálido ventarrón se entreveró con las
gélidas ráfagas invernales y se hizo presente un extraño pero delicioso olor a
flores de lavanda. Era la estrella, era la señal. Había que partir.
Viajando, varios días pasaron. Al principio, entre marañosos
montes, después por heladas estepas y un desierto de arenas finas entreverado
de abruptas hammadas. El sol reinaba en el día y en la noche esa singular estrella.
El astro, hermoso como ninguno, era un cometa que se adornaba con una rara cola
incandescente que marcaba una derrota en el cielo, indicando el camino a seguir.
Sobre un robusto camello alhajado de ricos
mantones, el buen Rey Negro, sentado entre las jorobas, sobre una ostentosa y
mullida albarda, solitario con sus pensamientos plenos de nuevas e inesperadas
ilusiones, recorría el camino que la estrella señalaba.
Una tarde, el viento, un poco más cálido y agradable, trajo un
olor salitroso que anunciaba la cercanía de un mar. Las arenas se volvieron más
oscuras, más firmes y menos áridas. Brotaban pequeños arbustos, matas que
parían florecillas púrpura, que en lontananza parecían formar un tapiz real de
bienvenida. Después, con las montañas en frente, cual gigantes dormidos tras un
cataclismo, se hicieron presentes algunos árboles plantados en una alfombra
verde de fina grama.
Ido el sol, el manto níveo de los picos de
las montañas se resaltaban. La noche era casi tan clara como el día, pues la
luz lunar reverberaba en la nieve; también estaban las refulgencias de aquella
estrella que se anunciaba en los avésticos escritos del profeta oriental.
De
repente, sin aviso, al terminar una curva pronunciada del estrecho sendero que
bordeaba la montaña, el camino acabó. A los ojos de Baltazar se hicieron
presentes las primeras casas de una humilde aldea enclavada en medio de un
diminuto valle. La estrella guía, la anunciada en el arcano documento, estaba
en el cenit. El sabio negro supo que ese era el sitio señalado.
Conforme se iba acercando notó una creciente
agitación. Tan entrada la noche era extraño ver niños por las calles y a viejos
caminando al apoyo de bastones, desafiando el frío. Todos iban en la misma dirección
y en sus ojos se podían ver los reluces del fulgurante astro que parecía ahora
suspendido en el cielo y que, con su luminosa y etérea cola, señalaba un sitio
cercano, en un collado.
Detenido
a un lado de la empedrada calle, observó como un grupo de pastores se dirigían
por un camino que bordeaba la aldea. Entre ellos también iba algún soldado romano
sin lanza ni espada, y un rico señor a pie descalzo, y detrás de él, un perro
flaco que cojeaba por llevar prendido en una de sus patas a un simpático y
sonriente cangrejo. Al chucho, le seguía una hermosa niña que cantaba una dulce
canción y daba pequeños saltos; parecía danzar mientras caminaba tomada de la
mano de su hermano que sonreía lleno de júbilo. Otro niño, un poco mayor que los
otros dos, detrás, palmoteaba con ritmo acompañando la tonada. Ahora, Baltasar
estaba seguro, era el final de aquel largo camino.
El
trayecto fue corto y a medida que se acercaba el misterioso sitio, vio más
gente con el rostro iluminado por la fascinación. Todos miraban a lo alto del
collado, en dirección a una gruta cercada a modo de pesebre. Murmuraban su gozo
o cantaban tonadas. Lo que había allí emanaba alegría. Su corazón saltaba de felicidad.
Aquel sitio parecía tener luz propia.
Una vez hubo descendido del camello, abriéndose
paso, avanzó entre la multitud y se detuvo frente a un niño recién nacido que
lloraba en los brazos de su madre, que nerviosa, con suaves zarandeos y caminando
de un lado a otro, intentaba consolar al pequeño y mitigar lo que parecía un dolor.
El pequeño estaba inconsolable. Sus muslos se flexionaban y las manos empuñadas
se agitaban con desespero. El rostro sudoroso, confirmaba el álgido momento.
A
la luz de una hoguera, que lanzaba lenguas de candela y sordas crepitaciones,
la madre encontró los ojos de aquel hombre vestido con un rico turbante. Ella,
con un ademán en el rostro le pidió ayuda. Baltasar lo entendió y después de
esbozar una paternal sonrisa, lanzándole una mirada de consuelo, extendió una pequeña
manta de lana sobre un lecho de paja, y con un gesto de sus manos nuevamente
impregnadas de la misteriosa escarcha cósmica, y esa dulce sonrisa, la que
siempre llevaba, le indicó a la angustiada María que colocara allí al niño, en
el rústico lecho de hierba seca y vellón tejido. De sus ropajes, sacó un
pequeño frasco que contenía un aromático aceite.
Los dulzones aromas de caléndula y manzanilla llenaron
el entorno. Frotó la pancita del chiquitín y de nuevo humedeció un dedo con el
espeso líquido y lo colocó en los labios del recién nacido, que de inmediato
dejó de llorar y abrió los ojos, y de ellos salió un destello fulgurante que
por un breve instante anubló la visión de Baltasar. Su rugosa mano, de nuevo,
se posó sobre la barriguita. El precioso niño volvió a llorar desconsolado. Dejando
caer un poco más del aceite en el vientre del pequeño, Baltasar lo masajeó, firme
pero delicadamente hasta que todo cesó. El niño calló, abrió las manos y los
ojos. Mirando al curador, le obsequió, en gratitud, una sonrisa. Baltasar se la
devolvió emocionado, era la sonrisa que auguraba la sabiduría divina, la que
estaba anunciada en el viejo escrito, plasmado en aquel pergamino misterioso.
Se giró y miró a la madre que también sonreía al lado de su esposo que delicadamente
la abrazaba. Agradecidos, inclinaron la cabeza en gesto reverente. Cuando
estaba en esas, distraído, el sabio sintió como el pequeño, con su manito le
había prendido su dedo índice y lo asía con firmeza.
Lo miró, el niño aún tenía
sus ojos puestos en él, sonreía y no le soltaba el dedo.
De un rincón penumbroso de
aquel pesebre, salió un hombre de cabellos rubios y barba blanca, ataviado con
regias vestiduras azul marino y brocadas de arabescos en oro y que también,
como él, llevaba con un hermoso turbante, alhajado con un zafiro. Sin hacer
ruido al pisar, se acercó al lecho del niño Jesús.
Y mirando a Baltasar, quien permanecía inmóvil,
agarrado de la manito del niño, le dijo:
―Está escrito… Bel-Sar-Utsor. Hoy se cumple…, ahora por la voluntad de Dios podrás
curar, podrás sanar.
Y
de Él no te va a soltar, porque desde hoy el Niño Dios te ha tomado para
siempre.
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© Orlando Name Bayona, 2022